miércoles, 22 de diciembre de 2010

Del honestismo y otras perogrulladas


El escritor Marcos Aguinis tiene el talento de ser requerido en los medios para explicar la obviedad, por ejemplo: “cortar una calle es una medida incorrecta”. No pierde oportunidad de expresar su preocupación por los piqueteros o los “okupas”. Durante el conflicto del Parque Indoamericano, un vecino agitaba un cartel que decía: “Basta de villas”. Una consigna de Perogrullo, voluntarismo del más ingenuo, podría objetarse. Pero de hecho, muchas villas han sido erradicadas, lo que nos autoriza a pensar, sin caer en la utopía, que dichos flagelos se suprimen con decisiones políticas.
El escritor Martín Caparrós acuñó una nueva categoría filosófica que tuvo relevancia en los medios: el Honestismo. Un concepto complejo y polémico. Docenas de sitios webs reproducen sus palabras textuales, pero pocos se propusieron desentrañar su verdadero sentido. Pues bien, en el fondo se trataría de esto mismo: decisiones políticas.
Vayamos por partes.
El honestismo consiste en armar un discurso, una carrera política, en base al interrogatorio judicial: quién robó, quién es corrupto, quién asesinó.
Caparrós señala a Elisa Carrió como la abanderada del honestismo, una “telepol” (político mediático) que a fuerza de señalar corruptos acentúa su propia honestidad. Pero la honestidad es el grado cero de la política, el punto de partida para la militancia. Es como si el director técnico de un equipo le dijera a sus jugadores: “…y no se olviden de respirar ¿eh?”. Obvio que deben respirar, obvio que la política demanda honradez. Un eslogan de campaña que rece: “Honestidad”, es inadmisible, no hay que votar a nadie con un curriculum tan básico.
¿Entonces podríamos concebir al honestismo como el uso sistemático de la denuncia con el fin de posicionarse mediática o políticamente? Si, pero no es sólo eso, la idea no se agota en tales consideraciones.
Hace diez años Caparrós escribió un artículo llamado “El curro de la corrupción”, donde anticipaba este fenómeno. Nos propone el siguiente ejercicio contrafáctico: “Cuando los gobernantes sean tan buenos como la madre Teresa de Calcuta […] tres millones de desocupados se darán cuenta de que siguen estando desocupados; diez millones de pobres van a ver que son igual de pobres; treinta millones de argentinos van a entender que el país está hecho para los otros ocho o nueve, aunque ahora lo van a administrar con honra…” En este contexto la palabra “honra” no fue ironizada, por el contrario, califican como honestos quienes son consecuentes con el modelo de país que eligen, sean de izquierda o de derecha. Por dolo, por negligencia, o por necesidad, el sistema funciona para unos pocos, pero lo realmente llamativo es que ciertos dirigentes se empecinan en discutir otros asuntos.
Las conjeturas del escritor polarizan el debate. Veamos otro de sus provocadores ejemplos. Supongamos que algunos corruptos roban un treinta por ciento del dinero destinado a la salud y a la educación, es decir, roban a los pobres, puesto que los ricos contratan esos servicios en forma privada. Si no robaran ese porcentaje, los pobres tendrían un poco más de gasas, de vacunas, o de tizas. Y aquí es donde la corrupción se torna algo secundario, casi anecdótico, porque lo importante es “decidir si queremos que haya educación y salud de primera y de segunda, o no”.
“El honestismo es una forma parlanchín de callarse la boca”.
¿Para qué sirve esta categoría? Para no discutir lo que realmente importa, replicaría Caparrós. ¿Pero para qué nos sirve a nosotros, los que estudiamos este fenómeno desde afuera? Nos previene contra esa maniobra de distracción, el honestismo es una herramienta muy útil para disimular ideas o posiciones efímeras.

Sixto Robra

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